
Pedimos a gritos desesperadamente que abran sus ojos y nos miren,
que nos vean,
que vean nuestro dolor y nos comprendan.
Hacemos enormes esfuerzos para
no necesitar de nadie,
para no necesitar de una mirada para existir.
Pero somos esclavos de esa mirada,
la necesitamos, como al aire.
Hacemos cualquier cosa por
atraer esa mirada,
intentamos ponernos en
el campo visual del otro,
quisiéramos tener
un reflector que nos ilumine, quisiéramos brillar
para ser mirados.
Lo curioso es que los ojos que
más nos obsesionan
son los que no nos pueden mirar. Pero la mejor mirada no
es la que se nos niega,
sino esa mirada que no vemos,
la que ignoramos distraídamente.
Esa mirada inesperada,
fuera de todo calculo,
esa mirada que nos ve
cuando no nos sentimos mirados
y por lo tanto nos mostramos mejor. Una mirada capaz de atravesar la máscara y ver lo que hay detrás.
Es imposible que nos mire
a una mirada vacía, vaciada.
Pero lo queramos
o no somos esclavos
de esa mirada ,
porque todos somos luces apagadas
que solo se encienden
cuando alguien nos mira.